BORDANDO UN FEMINISMO QUE NO CONOCE FRONTERAS

Hablamos

Por Javiera Martínez Henríquez, Coordinadora Territorio Extranjero Revolución Democrática 

Haber estado fuera de Chile para la revuelta es algo muy doloroso. Tuvimos miedo, ansiedad, pero también sentimos orgullo por todas en las calles, levantando sus banderas y exigiendo dignidad, sin miedo, lo que hizo que cada día la esperanza creciera. 

Ese Chile que decimos que despertó, también nos despertó a nosotras, estudiantes, trabajadoras y exiliadas nos volvimos a reencontrar, nos volvimos a tomar de las manos para no soltarnos más, como una red de protección de denuncia y cuidado, como un tejido de solidaridad, así, bien fuerte. De esta manera, comenzamos a organizarnos en cabildos, asambleas y redes de solidaridad internacional para denunciar lo que estaba sucediendo en Chile. 

Las violaciones sistemáticas a los DD.HH que comenzaban a conocerse, así como la violencia sexual por parte de agentes del Estado, nos estremecieron e hicieron movilizarnos. Decidimos amplificar las denuncias y que el mundo se enterara de ello. 

Salimos a las calles a encontrarnos y manifestarnos, protestamos frente a las embajadas, enviamos cartas a los gobiernos extranjeros y a organizaciones internacionales de DDHH, todo con el objetivo que el mundo pusiera sus ojos en Chile. Así nos empezamos a organizar, tal como las exiliadas se organizaron en dictadura, en otro tiempo y contexto, comenzando a tejer nuestras memorias y lazos para exigir justicia.

Así fue creciendo. Creamos una red de mujeres valientes de muchas ciudades, países y continentes, bordamos nuestras hebras desde África a Europa, organizamos performances simultaneás y denunciamos la violencia sexual que nuestras compañeras han estado sufriendo. 

En un inicio no éramos tantas, pero poco a poco la voz se empezó a esparcir por el territorio y se comenzaron a entrelazar diversas hebras, hermanas latinas y extranjeras que se unieron a este gran tejido. Terminamos siendo cientos denunciando la violencia política sexual, una lucha contra el patriarcado, el sistema neoliberal, un modelo racista y colonial. 

Ese macho violador que nos viola, asesina, abusa y acalla. Si bien ese fue nuestro primer bordado, con la fuerza de Las Tesis cada vez fuimos más y un nuevo aire nos recargó para volver a salir. Ahí fuimos miles de mujeres a lo largo del mundo replicando “un violador en tu camino”, con nuestros pañuelos verdes, gritando frente a embajadas, en las plazas y en las calles, en distintos idiomas, desde el inglés al italiano. Queríamos decirle a todo el mundo que en Chile nos estaban matando.

Llegó el 8M este año y era esencial volver a poner los ojos en Chile. Desde el movimiento por la justicia socio ambiental, Extinction Rebelion, tuve la oportunidad de liderar una acción de protesta, ocupamos por más de una hora el puente Waterloo en Londres para denunciar la violencia hacia las mujeres, ese día nos unimos con un delicado y frágil hilo naranjo. 

Ahi estaba yo, con mi parche en el ojo, en protesta por las victimas de daño ocular, y mi pañuelo verde, que simboliza la lucha feminista en latinoamerica, también cargado con la lucha por la justicia socio ambiental y en contra de un sistema extractivo que seca nuestra tierra y erosiona nuestra cultura. Ese mismo día, miles de mujeres latinas salimos nuevamente a llenar las calles de nuestras ciudades, como ríos que fluyen en resistencia. 

Hoy muchas mujeres están bordando como acto de resistencia, y en este proceso, yo también aprendí a bordar, tal como las mujeres que bordaron en dictadura, como las exiliadas, quienes llevan consigo el sufrimiento de generaciones. Ellas nos enseñaron a bordar a todas, sin aguja ni hilo, y me alegra saber que somos muchas hebras de un gran tejido en Chile y el mundo que estamos bordando juntas el futuro de justicia y dignidad.

SER BRIGADA

Por Dra. Paula Sierra, Consejera Política Nacional de Revolución Democrática 

A veces tengo pocos recuerdos. Prefiero pasar de largo para poder avanzar. Otras necesito saber por qué hoy estoy acá, en una vida tan distinta a la que tenía programada hace un año. Mientras tanto, se me mezclan los días, los recuerdos y algunos momentos parecen no irse con cada testimonio nuevo.  

Llamar al Seba, coordinar horarios, contar insumos, pasar a la farmacia, inventariar, pasar lista, armar mochilas, volver a pasar lista, hacer grupos, salir a la calle, no temer, siempre a la pared, curaciones, bicarbonato, limón, repartir mascarillas, esconderse, ordenarse, coordinarnos, tomar datos, contener y ser contenido. Respirar hondo, barrido, sobrevivir, planificar y volver. Llegar a la sede, pasar lista, avisar que estamos bien, repartirnos, volver a mi lugar seguro, ducharme para sacarte la rabia, la impotencia, el miedo que no me permitiste sentir, quedarme con el agradecimiento, el compañerismo y la esperanza de que todo esto valga la pena. 

Al llegar por la Plaza Dignidad me encontré conmigo misma. Esa vez éramos pocas y llegamos al bandejón central de la Alameda para mirar juntas. Vimos pasar gente corriendo, llorando y gritando. Algo nuevo pasaba. Llegaron los de verde por el lado. El humo pica. Escucho el grito de mi compañera y casi como eco se replica en el mío: nos rociaron gas pimienta.

Nos agarramos de las manos. Recordamos quién tenía la leche de magnesia y apósitos. Nos contuvimos y repetimos una a las otras las instrucciones que antes habíamos dado a otros: “no desproteger los ojos, limpiar y no desesperarse”, decimos. 

Comprobamos que el delantal blanco no era suficiente. Todo era premeditado y el potencial daño inminente. No nos sentíamos seguras. Dudo que alguna vez lo volvamos a estar mientras estemos de lado contrario a quienes nos gobiernan. 

Ya más tranquilas nos damos cuenta de que nos rodean. Nos protegen escudos hacia un lugar seguro. Nos dan las gracias por estar ahí y por resistir. De esa manera vuelve a tener sentido nuestro propio escudo, nuestro propio símbolo, el de la resistencia.Tras la proeza logramos juntarnos con el resto de los compañeros en nuestro pequeño rincón. En eso empiezan a llegar los heridos y comenzamos a sacar perdigones mientras tomamos datos para hacer denuncias. No queremos impunidad.

Las horas pasan y empieza a oscurecer: ¡viene la barrida! Viene el momento más violento del día. No importa quien seas, no importa por qué estás ahí. Las calles son suyas. Las fuerzas especiales se dan el derecho de barrer contigo. Barren contigo, con nosotros, con las mismas armas que compraron con lo que podrían haber podido pagar el hospital que falta en tantos territorios, las pensiones de nuestros viejos o nuestra propia educación. 

En ese momento lo primero que hacemos es contarnos y ver que todos estemos bien. Nos arrinconan como ratas en nuestra esquina. Estamos sin ver,  pero escuchando los perdigones y lacrimógenas. Salen colores y olores nuevos. No sabemos qué químico sacaron esta vez o cómo podemos tomar muestras para comprobar que nos quieren dañar a este nivel. 

Gente de todas las edades corre a nuestro alrededor y trata de entrar al perímetro de nuestro puesto delimitado por un cordel. Dejamos entrar a dos niños y una señora mayor. Nuestros psicólogas los contienen y mientras tanto, el resto mira delante con brazos arriba esperando estar a salvo. 

Estamos todas bien. Recogemos todo y esperamos poder convencer a los verdes para poder pasar por donde tienen cercado. Me saco la mascarilla y pongo mi mejor cara de palo. Soy médica, pero la taquicardia, el sudor frío y los puños apretados por la rabia son parte de mis síntomas. Como si fuera un super poder nos escoltamos en que “somos personal de ayuda”. Eso dicen los tratados internacionales que serviría decir en cualquier democracia, pero a este gobierno eso no le importa. 

Vamos camino al metro a dejar a una compañera. El resto seguimos juntas. En eso nos piden ayuda. Volvimos a repartir mascarillas, bicarbonato y nos metemos a la entrada de un edificio para curar la herida de un perdigón que no llegó a su blanco: estaba en el pómulo, había un par de ojos con mucha suerte. Es un alivio saber que una cara ensangrentada tiene ambos globos oculares indemnes. Vuelven las ganas de llorar por los que no pueden contar lo mismo, por esos mismos por quienes no pudimos hacer mucho más que tapar y trasladar. 

Seguimos. Dos amigas nos paran para que ayudemos a una que lleva una tela agarrada por alambres en una de sus piernas. Buscamos un lugar seguro y con cuidado destapamos, tenía un desforramiento: cortes de todos los tejidos hasta casi el hueso. Lavo y respiro hondo. Mis compañeras están conmigo. Sé que podemos hacerlo. 

Nuestras nuevas amigas no van a ir a un centro de salud y somos quienes podíamos hacer algo para salvarlas. Establecemos roles. Soy la única con formación médica, pero me rodean puras tremendas. Lavamos y empieza la sutura por capas. En eso, se asoma un vecino y nos pregunta si necesitamos algo. Nuestra paciente grita: “¡Una nueva constitución!”, reímos, lloramos y nos emocionamos a pesar de las duras circunstancias.

El 25 de octubre de 2020 volvimos a recordar ese momento que vivimos en la cuneta. Nos iluminamos con linternas, entre compañeras, sintiendo que cualquier riesgo valía la pena, que fuimos infinitamente privilegiadas, que da lo mismo llegar a un auto con ruedas reventadas a la sede cuando la militancia te había regalado con quien formar una brigada. 

No hay miedo cuando te das cuenta que lo que se puede perder es tan poco en comparación a lo que vamos a ganar. Con estos pequeños gestos, muchas ponemos nuestro grano de arena porque estamos seguras de que estamos en el lado correcto de la historia.