CAMINO A LA CONVENCIÓN CONSTITUCIONAL

Opinamos

Por Catalina Pérez, Camila Vallejo y Maya Fernández

La oportunidad de transformación histórica que se abrió el 25 de octubre, lo hace sobre un escenario de profunda crisis de la democracia representativa y una movilización ciudadana abierta e impugnadora: no queremos esta constitución y no queremos que la redacten los mismos de siempre. Esto exige ordenar esfuerzos en torno a dos objetivos: la Convención Constitucional tiene ser un fiel reflejo del Chile actual y debe afirmar su capacidad de realizar transformaciones mediante la construcción de mayorías. 

Que no sean los mismos de siempre no se puede traducir en una política de maquillaje más por parte de quienes insisten en mantener las viejas prácticas o convertirlo en una mera consigna.  Para hacerlo realidad es necesario   ceder poder a quienes han estado alejados y excluidos de los espacios de decisión por demasiado tiempo. En esta discusión algunos partidos políticos parecen creer que la inclusión, la diversidad y la democratización del proceso pasa por cuántos cupos pondrá cada uno sobre la mesa, pero esta medida no resulta en nada suficiente para la magnitud de la crisis democrática. A nuestro juicio, este primer objetivo exige grandes tareas. Por un lado, asegurar la electibilidad de convencionales constituyentes que representen a grupos excluidos de los espacios institucionales del ejercicio de poder y, por otro lado, garantizar mecanismos de participación, incidencia y control ciudadano de la Convención. 

Garantizar la electibilidad exige legislativamente: aprobar escaños reservados para pueblos indígenas (supernumerarios y mediante autoidentificación), reducir las barreras para la participación y elección de independientes (para eso permitir los subpactos entre independientes es esencial) y de personas con discapacidad. Políticamente, exige que los partidos se comprometan como herramientas para la disputa de ideas y no como plataformas de posicionamiento de los mismos rostros de siempre.

Las listas lideradas por partidos políticos deben priorizar a sus dirigencias sociales, territoriales, disidencias sexuales y también ceder cupos a quienes, compartiendo ideas, han optado por una forma de organización diversa a la de los partidos y, por tanto, se posicionan desde el mundo independiente. 

Urge comprender que, en el marco de crisis de la democracia representativa, la profunda y constante organización popular debe emprender un camino de radicalización democrática que ofrezca caminos a la participación ciudadana en términos de no solo acceso a la información (la propuesta de sesiones secretas que hemos escuchado por sectores oficialistas parece injustificable), sino también mecanismos de colaboración y control ciudadano durante todo el desarrollo de la Convención.

El diseño de participación ciudadana ejecutado durante el proceso impulsado por la expresidenta Bachelet debe ser un piso de trabajo sobre el cual se convoque y reconozca la elaboración de cabildos durante el proceso, las audiencias públicas de los convencionales, la movilidad de la Convención hacia diversos lugares del país. En definitiva, crear espacios deliberativos que le permitan a cada vecino y vecina ser participar de la construcción de un nuevo pacto democrático. Todo ello debe ser parte de un acuerdo político y social transversal de todas las fuerzas de cambio que se materialice en una propuesta de reglamento de la convención, con independencia del diseño electoral por la que cada partido u organización opte. 

Una Convención apropiada por el pueblo como nuevo sujeto político que se expresa para disputar poder a las élites económicas y políticas de nuestro país debe estar en el centro de los objetivos de todos los actores que deseen empujar transformaciones. Si queremos trabajar con unidad para impedir la sobre representación del rechazo, estos elementos son imprescindibles. Estamos contra reloj.

MÁS ALLÁ DE LOS PRESOS DE LA REVUELTA

Por María Jesús Fernández Gumucio

La idea de indultar a los “presos de la revuelta”, es decir a quienes fueron detenidos/as e imputados/as por cometer delitos en el contexto del estallido social iniciado el 18 de octubre de 2019, se ha levantado sobre diferentes ideas.  Se ha hecho mención al perfil de los detenidos y detenidas, señalando que parte de ellos serían jóvenes víctimas de un sistema de violencia estructural, incluso más lesivo que los actos que se les imputan. 

Por otro, se ha destacado el contexto de sus detenciones, invocando que nos encontrábamos en un momento histórico en que la ciudadanía demandaba dignidad ante un sistema injusto y deslegitimado.  En ese sentido, la rabia detrás de sus acciones sería comprensible además de lograr cambios de la envergadura de una nueva constitución. En tercer lugar, se ha señalado la injusticia de extensas e infundadas prisiones preventivas al interior de cárceles de deficientes condiciones, sin que el proceso penal avance conforme el debido proceso. 

Ninguna de estas tres nociones es realmente ajena a la generalidad de personas que se encuentran presas. Los niveles de exclusión social de la población penal común bien pueden entenderse como violencia estructural. Conforme un estudio de Paz Ciudadana y la Fundación San Carlos del Maipo del año 2015, un 87% de la población penal no terminó la educación escolar, un 64,7% abandonó su hogar siendo menor de edad, y cinco de cada diez declaró haber sido víctima de violencia física, síquica o sexual en algún momento de su vida.

En cuanto al trasfondo de los delitos cometidos, más de la mitad de la muestra (55,6%) señaló que apuntaba a cubrir la necesidad económica de sustento del hogar. Es decir, hablar de las y los presos comunes es hablar de marginalidad y pobreza multidimensional, que además se intensifica tras la experiencia carcelaria, llegando a transmitirse inter-generacionalmente.

Esta “selectividad social” del sistema no es nueva ni exclusiva de nuestro país, operando tradicionalmente con rigor contra la delincuencia de los pobres e indulgente contra la de los ricos. Año a año, con medidas como las “agendas cortas anti-delincuencia” se ha ido fortaleciendo un sistema penal expansivo, clasista y desproporcionado.

Por su parte, el uso de la prisión preventiva, la medida cautelar más gravosa que debiera estar restringida a causas excepcionalísimas, aumentó un 40% entre los años 2007 y 2017. Y si bien la Defensoría Penal Pública señaló recientemente que su dictación por parte de tribunales se habría duplicado en los casos del estallido social, su uso se ha generalizado al punto que entre 2010 y 2016, nueve de cada diez prisiones preventivas fueron concedidas. 

Lo anterior, incluso cuando la población penal total disminuyó sostenidamente durante el mismo período. A este escenario hay que sumar los múltiples informes que acreditan las condiciones infrahumanas en que se ejecuta la privación de libertad, con altas tasas de hacinamiento, violencia, sin agua potable permanente, largas horas de encierro y escasa oferta de desarrollo y formación personal.

La demanda de libertad para los “presos de la revuelta” tiene connotaciones particulares que no van al caso de esta reflexión, pero sin duda se erigen sobre la denuncia de violación de sus derechos humanos. Por eso, demandar un indulto o amnistía para esta población sin exigir con la misma convicción una reforma profunda al sistema -y en particular al uso de la cárcel-, parece un ejercicio incompleto.

No porque el respeto a los derechos de esas personas no sea digno de todo esfuerzo, sino porque la mayoría de las y los presos son víctimas de arbitrariedades similares, pero carecen de voz para demandar justicia. Y esa fue justamente uno de los pilares de las movilizaciones del 18 de octubre, que el respeto a las garantías mínimas y a la dignidad no depende de donde venimos o quienes somos.